El amante de las abejas
Su relación con las abejas comenzó desde que nació. El amor por ellas se lo fomentaron su abuelo y su padre. Junto a su hermano, lo heredaron para siempre.
Nacido hace 74 años en Tinoco, pueblo del departamento Colón, “Lalo” desanduvo caminos hasta llegar a Salsipuedes, en Sierras Chicas.
“Mi papá quería que estudiáramos, pero no lo hicimos”, relata. Pero con los años fue perito apicultor. Durante décadas fue productor de miel. “Tuvimos colmenas por todos lados”, relata.
En el Hogar –o Museo de la Apicultura– las paredes blancas lucen pintadas con figuras de estos insectos. Además, poemas firmados por el propietario del lugar y frases de importantes autores adornan el paisaje repleto de árboles y de colmenas que se usaron a lo largo de la historia.
Haciendo un zigzag por unas empinadas escaleras se ingresa al salón donde guarda los tesoros más preciados del oficio: la vida de las abejas, su relación con el hombre, cómo se producía y cómo se produce la miel.
“El paraíso dulce de las abejas”, como él lo llama, aflora en lo alto de la montaña desde hace casi 40 años. La idea surgió en 1981, junto a su esposa Lilian Romagnoli, y contra todo pronóstico.
“Hablamos tanto de las abejas, incluso en las escuelas. Y un día se nos ocurrió que sería interesante demostrar los beneficios que tienen. Nos tomaron como locos, porque por ese entonces estábamos en medio del monte. No había ni caminos hasta acá. Ahora nos dicen que somos visionarios”, expresa Eduardo.
Un mandato
Lo ve como un mandato de la vida porque algo los alentó a transformar este lugar. Asegura que disfruta mucho de lo que hace “porque es una pasión”. Y resalta con una sonrisa: “Aquí trabajamos con la dulzura. Hablo sólo de ellas. Si fuera una abeja, no me gustaría ser reina porque pone de dos mil a cuatro mil huevos por día”.
“No me canso. Aquí vinieron matrimonios con chicos y estos chicos después vinieron con sus hijos. Y sigo hablando de ellas. Me apasiona el trabajo de las abejas”, afirma convencido.
Durante 10 años transmitió la enseñanza de su oficio a otras personas. Aunque tiene dos hijas que saben sobre apicultura, ellas se dedican a otras actividades. Pero tuvo muchos alumnos, entre ellos al cantante puertorriqueño Wilkins. “Con mi yerno dimos clases. Hay chicos de esos que ahora están viviendo de las abejas. Les enseñé todos los secretos”, destaca.
Se emociona al mencionar las funciones que cumplen en una colmena: nodrizas, exploradoras, acopiadoras, ingenieras, guardianas, y un séquito real (para asear y atender a la reina).
Su relación con las abejas es casi simbiótica. Tanto, que en broma dice que si se disfrazara de abeja sabría lo que tiene que hacer. Valora ese increíble mundo en el que miles de ellas se ponen de acuerdo y respetan los códigos. “Un ejemplo para los humanos”, compara.
Eduardo se anima a advertir que debemos tomar conciencia del mundo que estamos dejando a las próximas generaciones. “Ya lo dijo Einstein: ‘Si la abeja desapareciera del planeta, al hombre sólo le quedarían cuatro años de vida’. No sólo es la miel sino la polinización, el polen, la jalea real, el propóleos, la cera. Hasta se saca el veneno para hacer remedios para el reuma”, cita.
Sus hijas –admite– le insisten que es hora de dejar su actividad pero él responde que recién lo hará el día que muera. “Me siento bien haciendo esto. No hay mejor cosa que hacer lo que a uno le gusta”, revela.
El museo que hizo y el otro que sueña
En su salsa. Eduardo hace de guía en su museo en Salsipuedes. Recibe a delegaciones escolares y a curiosos por el mundo de la miel. (Nicolás Bravo)